Los orígenes del apropiacionismo: postmodernidad y crítica | SOFÍA FERNCNDEZ ÁLVAREZ

Decía Pablo Picasso que los malos artistas imitan, mientras que los genios, roban. No cabe duda de que en el arte de principios del siglo XX ya comienza a haber una cierta tendencia a generar obras a partir de imágenes, textos y objetos ya hechos: desde los poemas y collages dadaístas hasta el ready-made duchampiano.

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M. Duchamp, LHOOQ (1919)

En los años 60, esta práctica deviene uno de los rasgos fundamentales de las imágenes del Pop, y se extiende incluso al cine, si pensamos en la brillante Pierrot le fou, de Godard, construida como una enorme y compleja red de intertextos.

Sin embargo, no se suele hablar de apropiacionismo, como práctica artística con entidad propia, hasta la postmodernidad. Es en 1977 cuando la exposición «Pictures», comisariada por Douglas Crimp en Artistbs Space (NY), diagnostica la aparición de una nueva tendencia en el trabajo de algunos jóvenes artistas [1]. Esta vez no se trata de un uso común de un determinado medio o técnica artística, sino de una tendencia al uso de imágenes ajenas para dar lugar a las obras propias. Los artistas de «Pictures» eran Sherrie Levine, Jack Goldstein, Robert Longo, Troy Brauntuch y Philip Smith. El fenómeno se vuelve tan patente a lo largo de esta década que en 1986 ya se intenta aportar un panorama general del apropiacionismo a través de la exposición «Endgame: reference & simulation in recent painting and sculpture», celebrada en el ICA de Boston.

Pero, ¿qué es lo que hace que las prácticas apropiacionistas, a pesar de sus precedentes, irrumpan con especial fuerza entre finales de los años 70 y principios de los 80? Sin duda, su vinculación con el pensamiento postmoderno [2] y la estética de los mass media propia de la época.

La irrupción de la fotografía, tiempo atrás, ya había hecho ciertos estragos en los conceptos de autoría y originalidad, que habían sido dos de los pilares de la concepción moderna y occidental del arte. A esto se le une el fin de los ideales emancipadores de la Vanguardia artística, que ya iban de capa caída hacia la época de «Pictures». Parece un caldo de cultivo ideal para el nihilismo cultural; para caer en la comodidad de pensar que ya nada nuevo puede darse bajo el sol o incluso regresar, encogidos de hombros, a la pintura más tradicional, tal y como, en efecto, ocurrió en gran medida durante los ochenta.

Pero no es esa la actitud de los artistas apropiacionistas, o al menos, de los que trabajan desde una perspectiva crítica. No se trata de una renuncia perezosa a la posibilidad de hacer algo nuevo, sino de negarse a que esa novedad tenga necesariamente que residir en una diferencia formal respecto a objetos preexistentes. Las imágenes poseen altas cargas de contenido político, así como diferentes niveles y posibilidades interpretativas, y es ahí donde trabajan estas las prácticas: entendiendo las imágenes que nos rodean como signos que no guardan con sus significados más que una relación lábil. Los significados se pueden, por tanto, cuestionar, superponer, multiplicar, modificar, tergiversar. Las obras de estos artistas exploran las posibilidades semánticas de la imagen, a menudo aprovechándolas para denunciar un contenido ideológico, de modo que se convierten en el vehículo privilegiado de la crítica feminista, anticapitalista, postcolonial, queer, etc.  

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B.Kruger, We donbt need another hero (1986)

El apropiacionismo, aun así, tiene unos límites poco claros (como la mayoría de las etiquetas del arte de las últimas décadas), puesto que, ¿a qué le podemos llamar apropiación? ¿Hasta dónde llega la propiedad intelectual? ¿Dónde se establece la frontera entre una autoría y otra? ¿Es lo mismo apropiarse de una imagen artística que de una publicitaria? ¿Existe tal vez un distinto grado de apropiación entre si se emplea un texto ajeno o un lenguaje visual asociado a otra persona? Cabe reflexionar sobre todas estas cuestiones, y además, la práctica artística da para ilustrar una gran variedad de casos.

Barbara Kruger, por ejemplo, emplea imágenes publicitarias preexistentes y les añade un texto crítico o irónico que incita a verlas de otra manera, normalmente en clave de crítica feminista o contra el consumismo. A la apropiación de imágenes publicitarias también recurre Richard Prince, aunque sin añadidos: simplemente, las descontextualiza del mundo de la publicidad y recontextualiza en el del arte, fomentando una lectura distinta. Sherrie Levine, figura capital del apropiacionismo, directamente re-fotografía imágenes de fotógrafos de renombre, sin ninguna diferencia perceptible a priori respecto a su original, de modo que la apropiación y la tensión de la autoría son llevadas al extremo.

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Sherrie Levine, After Walker Evans 2 (1981)

Otro caso sería el de Zhang Hongtu, que reproduce obras canónicas del arte occidental transformando en orientales los rostros que en ella aparecen. Habitualmente recurre a reproducir el de Mao, estableciendo una analogía paródica entre los iconos visuales de Oriente y Occidente.

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Zhang Hongtu, Last Banquet (1989)

Se puede considerar el apropiacionismo, por tanto, como una vertiente de la postmodernidad crítica, tal y como la denominó Hal Foster [3]. Se puede creer en una concepción del arte que no tenga por qué resucitar valores obsoletos (originalidad, genio, pericia técnica o incluso belleza), pero que tampoco se deje caer en el pastiche y el escepticismo respecto a su propia condición. Ese punto medio entre lo retrógrado y lo nihilista toma la forma de unas prácticas artísticas fundamentadas en el pensamiento crítico, convencidas de que el arte puede y debe intervenir sobre el mundo, y posee para ello una serie de métodos que no se limitan a la dicotomía entre crear o copiar un original.

[1] VVAA., Appropriation, David Evans (ed.), Londres, MIT Press, 2009.

[2] Martín Prada, J., La apropiación posmoderna, Madrid, Fundamentos, 2001.

[3] Foster, H., «(Post) Modern Polemics», New German Critique, 1984, nB:33, pp. 67-78.

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Sofía Fernández Álvarez es historiadora del arte y comisaria de exposiciones.